Es probable que nunca nos hayamos sentido del todo satisfechos ni encaminados en una verdadera senda de progreso. No podemos comprender como en lo que ha sido el mejor momento económico de nuestra historia, nos enfrentamos a la bancarrota. Nos invade la sensación de un sino fatal. Si los países tuviesen ADN, en el nuestro parecería existir una predisposición al fracaso. ¿Dónde nos extraviamos?, como diría Cabrujas. ¿Qué fue del sueño exitoso del que fuimos fundadores en el continente?
Nosotros vivimos en una confrontación de narrativas sobre nosotros mismos. La expresa con lucidez Rómulo Gallegos en Doña Barbara. Dos venezuelas se enfrentan: la de la civilidad, las normas, la democracia, la honestidad, el trabajo y la de la viveza criolla, el oportunismo, la corrupción, la arbitrariedad y el cuánto hay pa’ eso. Es una confrontación que no exclusivamente externa, se da también al interior de cada uno, como si un Vargas y un Carujo permanecieran discutiendo dentro de nosotros. El mismo venezolano que es capaz de conducir apegado a las normas en Miami y celebra el imperio de la ley, es el abusador de nuestras calles.
Eso somos, una permanente confrontación de narrativas, de preguntas sobre nosotros mismos que no encuentran respuesta. ¿Lo que nos sucede es obra de la pura incapacidad, e incompetencia o existe una intención premeditada de destrucción? ¿Por qué quienes dicen conducirnos en nombre del amor, torturan, asesinan y encarcelan? ¿Por qué cada vez que nos encontramos fuera y alguien de otro lugar se entera de que somos venezolanos nos dice “¡que lástima de país!”? ¿Por qué damos lástima y somos de cierto tiempo a esta parte una mala noticia en los periódicos del mundo?
Hemos heredado el alma crítica de la tradición española en la cual la propia negación nos define, pero hay también otra cara del país. Somos también la nación que logró pasar del atraso a la modernidad; la que erradicó enfermedades endémicas, que diezmaban a la población; la que construyó universidades de primera que han producido profesionales de altísima calidad, que constituyen hoy nuestro principal producto de exportación; fuimos esperanza de centenares de miles de inmigrantes que hallaron en nosotros, seguridad, futuro, trabajo y sueños. Nuestra narrativa a veces se avergüenza incluso de nuestros logros: creamos el insulto de “puntofijista” para referirnos a los promotores de un acuerdo histórico que marcó el periodo más grande de civilidad y concordia que ha conocido el país.
No nos damos cuenta de nuestras bondades. No somos maravillosos porque tenemos el Salto Ángel y el Pico Bolívar. Somos extraordinarios por Bello y Convit, por Picón Salas y Lauro, por Reverón y Simón Díaz, por Gualberto y Barreto. Esta nación encontrara destino no por su riqueza petrolera, con la que nunca hemos sabido reconciliarnos. Sino por la grandeza de la gente que la conforma y de lo que ha sido y es capaz de hacer. Hoy el panorama se ve sombrío y tenebroso, abandonar el país es para muchos compatriotas el único camino para salir de esta cárcel en la que Venezuela se ha convertido para los sueños de bienestar. Las coordenadas de la felicidad se nos borraron del GPS de la venezolanidad.
Hace un par de semanas, estudiantes venezolanos se reunieron en la Universidad de Texas en Austin. Son jóvenes que vienen de todas las universidades de ese imperio que nos amarga la vida. Se reúnen no para hablar del pasado, sino para construir una nueva narrativa, los recuerdos del futuro que va a venir. Se encuentran para discutir el país que sueñan, el que quieren construir. Ellos podrían hacerse perfectamente los locos, vivir una despreocupada juventud o simplemente evadir la angustia nacional, cosa a la que tendrían perfectamente derecho. Sin embargo, han tomado otro rumbo, prefieren encontrarse una vez al año con mucho esfuerzo y sacrificio para pre ocuparse. Estudian economía, ciencias políticas, comunicación y diversas ingenierías. Seguramente tendrían ofertas aquí, porque son excelentes, pero quieren volver a edificar la Venezuela con la que sueñan y que sus padres no pudimos o supimos darles, pero por la que seguimos trabajando. Yo se que volverán y construirán la tierra prometida de nuestros antepasados. La van a construir después de que esta penosa travesía por el desierto concluya. Al verles discutir el país de tolerancia, respeto, democracia y progreso con el que sueñan, uno sabe que ahora es cuando hay esperanza en Venezuela, no por nuestras reservas petroleras, sino por las inagotables reservas espirituales del corazón de nuestros jóvenes.
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