martes, 20 de mayo de 2014

Carta al Papa - Laureano Marquez

Thumbnaillaureanomarquez
Querido Papa:
Me atrevo a escribirte así, cercano y sin formulismo, porque sé que eres un pastor próximo. Te escribo desde Venezuela porque sé que estás pendiente de nosotros y has puesto al Nuncio al servicio de nuestra paz. Te escribo, además, porque siendo Argentina tu patria de nacimiento, seguramente se te hará más fácil entender nuestras contradicciones: un país muy pobre en medio de extraordinarias riquezas, un país lleno de vida en el que la muerte se ha vuelto cotidiana, un país cuyo gobierno se define a sí mismo como “cívico-militar” y en el que las fuerzas militares reprimen sin respeto alguno por los Derechos Humanos.
Explicar Venezuela al que no la ha vivido desde la cotidianidad de estos últimos 16 años resulta difícil, pero en síntesis: un sistema que insurgió en contra de la corrupción, la injusticia y la pobreza, se ha convertido en el más corrupto, arbitrario y empobrecedor de nuestra historia (esto último particularmente grave si se tiene en cuenta que nunca había contado Venezuela con tantos ingresos por la venta del petróleo). Nos rige, hermano Francisco, un gobierno para el cual todo el que piensa diferente es fascista y que afirma esto mientras constituye grupos armados, al margen de la legalidad, para disparar en contra de gente desarmada que protesta, mientras encarcela sin juicio y allana sin autorización. Un gobierno que se dice democrático y se declara enemigo de la mitad del país que no votó por él.
Nuestra nación tiene la inflación más alta del mundo y Caracas es la tercera ciudad más peligrosa del planeta. La inseguridad nos asesina, la gente no consigue muchos alimentos de primera necesidad, porque nuestra economía esta devastada. El descontento ha ido tomando la calle. Los estudiantes han sido los abanderados de la protesta. En todo el país la respuesta ha sido una cruel represión, como pocas veces se había visto en nuestra historia. En 3 meses de protestas más de 40 personas han fallecido, más de tres mil encarcelados, algunos de ellos torturados.
Querido Santo Padre: si alguien quisiera escribir un manual de cómo transformar una esperanza en un desastre tendría que estudiar el caso venezolano. La situación está tan difícil por aquí, que hasta los humoristas hablamos en serio. El miedo, la intolerancia y la violencia se han apoderado de nosotros. En este contexto se ha iniciado un proceso de dialogo en el cual el Nuncio de S.S. ha tenido un destacado papel. Sin embargo el dialogo se ha suspendido porque nos sentimos como aquel rabino que en el Muro de los Lamentos oraba a Dios por la paz en Venezuela e increpado por los efectos de su oración respondió: “¡es como hablarle a una pared!”.
Bueno, hermano Francisco, era para agradecer por las gestiones por la paz. Lamentamos haberle hecho perder tiempo al Nuncio, que siendo conocedor de Nietzsche habrá recordado aquella frase del filósofo alemán que tanto aplica a nuestra primitiva visión de la política: “un político divide a la humanidad en dos clases: los instrumentos y los enemigos”. Por lo demás, encomiéndanos en las oraciones y échanos la bendición a ver si el Espíritu de la iluminación vuela sobre nuestras cabezas en Pentecostés y nos ayuda a entender que Venezuela -como diría Cabrujas- todavía no se ha inaugurado y que esos muchachos, Santo Padre, que llenan hoy nuestras cárceles, como los primeros cristianos en su tiempo, lo están haciendo y no habrá Imperio Romano que pueda detenerlos.

mayo 16, 2014 6:31 amPublicado en: Opinión / www.lapatilla.com

domingo, 4 de mayo de 2014

El secreto de los estados totalitarios - Carlos Alberto Montaner

¿Cuál es la pieza clave en la construcción de la jaula totalitaria? Sencillo: la eliminación real de la separación de poderes, aunque se mantenga la fantasía formal de que continúa existiendo.
Lo explico.
Max Weber describió el fenómeno y acuñó la frase “monopolio de la violencia”. Lo hizo en La política como vocación. Era la facultad que tenían los Estados para castigar. Sólo a ellos les correspondía la responsabilidad de multar, encarcelar, maltratar y hasta matar a quienes violaban las reglas.
Podían, eso sí, delegar esa facultad, pero sin renunciar a ella. Permitir mafias y bandas paramilitares que actúan al margen de la ley descalificaba totalmente al Estado. Era una disfuncionalidad que lo convertía en una entidad totalmente fallida, en la medida en que abdicaba de una de sus responsabilidades esenciales.
No obstante, el Estado, si se acomodaba al diseño republicano, incluso si se trataba de una monarquía constitucional, no podía recurrir a los castigos sin que lo decidiera una corte independiente. Este tribunal, a su vez, debía interpretar una ley previa, y sancionar de acuerdo con un código penal igualmente aprobado por un parlamento independiente.
El Barón de Montesquieu, lector de John Locke, lo había propuesto en 1748 en el Espíritu de las leyes: el Estado debía fragmentar la autoridad en tres poderes independientes y de rango similar para evitar la tiranía. Las monarquías absolutistas reunían en el soberano esas tres facultades y eso, precisamente, las hacía repugnantemente autoritarias.
Si quien castigaba se arrogaba las facultades de hacer las reglas y de aplicarlas, la sociedad, carente de protección, se convertía en rehén de sus caprichos. Los gobernantes podían hacer de ella y con ella lo que les daba la gana.
Ese elemento –la separación de poderes— era la médula de las repúblicas creadas los siglos XVIII y XIX tras las revoluciones norteamericana, francesa y, por supuesto, latinoamericanas. De alguna manera, era la garantía de la libertad.
Este preámbulo viene a cuento del bochornoso espectáculo de la Venezuela de Nicolás Maduro, donde los paramilitares en sus motos, amparados por la complicidad del gobierno, asesinan impunemente a los manifestantes que ejercen su derecho constitucional a manifestarse pacíficamente.
Viene a cuento de un parlamento convertido en un coso taurino en el que se lidia a la oposición, se le clavan banderillas, se golpea a los diputados que protestan, o los expulsan arbitrariamente, como hicieron con María Corina Machado, y se dictan medidas ajustadas a las necesidades represivas de la oligarquía socialista que gobierna.
Si Maduro necesita eliminar las manifestaciones de los estudiantes o encerrar a los alcaldes que protestan, o a los líderes a los que teme, como a Leopoldo López, solicita las normas, hechas a la medida por tribunales o por parlamentarios obsecuentes, y da la orden a los cuerpos represivos para que actúen.
Viene a cuento de unos tribunales que sentencian con arreglo a la voluntad del Poder Ejecutivo, porque la ley ha dejado de ser una norma neutral para convertirse en un instrumento al servicio de la camarilla gobernante, empeñada en arrastrar por la fuerza a los venezolanos hacia “el mar de la felicidad” cubano.
Un país, Cuba, donde, como en cualquier dictadura totalitaria, sencillamente no creen en las virtudes de la separación de poderes y repiten, con Marx y con Lenin, que ésa es una zarandaja de las sociedades capitalistas para mantener los privilegios de la clase dominante.
Esta falsificación de las ideas republicanas –las de Bolívar y Martí, las de Juárez— van gestando una nueva facultad propia de este tipo de Estado: desarrollan el monopolio de la intimidación. Gobiernan mediante el miedo. Ese es el elemento que uniforma a la sociedad y la convierte en un coro amaestrado.
Como quienes mandan hacen las leyes y juzgan e imponen los castigos, acaban por generar un terror insuperable entre los ciudadanos e inducen en ellos una actitud de sumisa obediencia que suelen transmitirles a los hijos “para que no se metan en problemas”.  
La víctima termina por colaborador con su verdugo. Ése exactamente es el objetivo. Una vez que las tuercas han sido convenientemente apretadas y la jaula perfeccionada, el común de la gente, con la excepción de un puñado de rebeldes, aplaude y baja la cabeza.
En ese punto ya no existen vestigios de la separación de poderes. 
Tomado de: El blog de Montaner, sábado 3 de Mayo de 2014

Triste realidad! Articulo de Luis Vicente León - El Universal

Sí, tengo miedo
...y había siete familias destruidas por el dolor. Y es a ese dolor a lo que le tengo miedo. 

El 79% de la población evalúa negativamente la situación del país. Es obvio el porqué. El deterioro en la calidad de vida es dramático. Cuando preguntamos cuáles son los principales problemas del país, por primera vez en años la primera respuesta no es la inseguridad (que aparece en segunda posición), sino el desabastecimiento, escoltado por la inflación y el desempleo. Los problemas económicos se roban el "show". ¿Y cómo no, si la inflación llega a 59% para darnos el "privilegio" de ser el país con mayor inflación del mundo? ¿Cómo no, si debes visitar cuatro establecimientos para comprar la canasta alimentaria, donde faltará igual la leche, aceite, azúcar y harina? ¿Cómo no, si es difícil comprar papel toilette? ¿Cómo no, si las empresas ya no planean nuevos lanzamientos sino cronogramas de cierre de plantas? ¿Cómo no, si para comprar cemento o cabillas hay que recurrir al mercado negro? 

Pero, como otras veces, no coincido con la jerarquización que da la mayoría a los problemas del país. Si bien la economía es un problema central, creo que es más fácil avanzar ahí que en la solución de la inseguridad y es ésta la que me quita el sueño. La inseguridad está desbordada, llegando a niveles emocionalmente insoportables. Es un horror, pero nuestra división más perversa no es política sino esa que se refleja en el hecho de que un joven de un barrio pobre tiene una esperanza de vida casi una década menor que la de uno de urbanización. Es entre quienes se han acostumbrado durante años a que les cobren peaje para subir a su casa, los aterroricen los azotes de barrio o les maten los hijos en su entorno y los más novatos, que hemos visto instalarse más recientemente la inseguridad en nuestras vidas. Hoy estamos, sin embargo, frente a la socialización de la violencia y no de las soluciones. Es posible que en breve el gap de esperanza de vida entre barrio y urbanización se cierre, pero igualando hacia abajo.

Ahora vivimos en carne propia lo que otros vivieron siempre, cuando te roban, te secuestran, se meten en tu casa o te asesinan o ves con estupor la instalación del sicariato. 

Pero hay una sociedad para quien la muerte violenta es aún inaceptable. Es esa mamá que no se recupera del asesinato de su hijo y se echa a morir con él. Es esa pareja que, después del secuestro, siente que los malandros están asechándolos en su propio baño y prefieren reventarse de ganas; y mañana no se quieren parar de la cama, ni abrir la puerta ni la ventana ni salir a esa jungla espantosa donde sienten náuseas ante el peligro de vivir aquí.

Y entonces, los novatos, con menos experiencia, colapsan y no hay lugar donde vayas ni conversación que no termine discutiendo la necesidad de emigrar.

El clímax personal lo viví anoche cuando mi esposa lloró de la nada y me dijo con ese sentimiento reservado a las ocasiones más dramáticas de la vida: "nos estamos quedando solos", y estaba implícito el reclamo de que es por mí, porque no me da la gana de irme. Hay un éxodo en nuestro entorno, donde todos parecen dividirse entre quienes se fueron, quienes se van... y quienes deberían irse.

Traté de calmarla, pero sonaba hipócrita, porque yo también tengo miedo. Se me quedó clavado en esa funeraria, hace apenas un mes, cuando quería abrazar a la familia de Gustavo, asesinado en el Ávila montando bici y alrededor de él se velaban 6 personas más, también asesinadas en diferentes circunstancias... y había siete familias destruidas por el dolor. Y es a ese dolor a lo que le tengo miedo. Pero también es la gasolina que me impulsa a trabajar para que mis hijos, apenas ayer comulgando por primera vez, puedan vivir donde quieran y sin embargo, quieran (y merezca la pena) vivir aquí.

@luisvicenteleon
Tomado de El Universal, domingo 4 de Mayo de 2014